El Gato Negro

¿Recuerdas a Garfield, Rulito? No el de los dibujos, el que teníamos en casa. Ya tenía unos años cuando té llegaste a casa, hijito, con tu aspecto de ovejita encogida. No le caíste bien.
Los primeros meses, se comía su almuerzo y el tuyo, aprovechando que era mucho más grande que tú. Te apartaba de tu platito de leche, y se llevaba las carnes de tu sopa. Te bufaba y maullaba con ese tono bajo y amenazador de los gatos, y tú te apartabas.
Eso sí, no creo que le tuvieras miedo. Volvías a acercarte después de unos segundos, moviendo tu colita como si las amenazas del gato fueran un chiste. Garfield hacía el amago de rascarte, te apartabas y volvías de nuevo. Sólo logró rascarte en la nariz una vez, así que eras más ágil de lo que parecías bajo tu aspecto esférico. De todas formas, en lo que duraba el jueguito de ir y venir, el gato ya se había comido todo lo interesante.
Cuando el bicho se estiraba al sol, como hacen todos los gatos, tú te ponías a brincar y correr a su alrededor esperando que jugara contigo. No lo hizo nunca. Te miraba con ese desprecio típico de gatos, y no se movía hasta que le colmabas la paciencia y empezaba la ronda de bufidos.
No tuviste que convivir mucho con él. Sus salidas se hicieron más largas y sus estancias en casa más cortas, hasta que tardó ocho meses en regresar, pero esa es otra historia.
A pesar de que te tomabas con humor al gato, no creo que te fuera simpático, ni él ni ningún otro. Más allá del rencor entre perros y gatos, tú les tenías manía a todos por igual, incluyendo a la gata más tonta de la historia.

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