La llegada

Dieciséis años son muchos para un perrito, y también para mi memoria. No puedo recordar años exactos de las cosas, sólo sé que sucedieron. Aún así, puedo poner una fecha de inicio a tu vida con nosotros: 28 de mayo de 1997.
No fuiste una decisión apresurada ni mucho menos. Mis hermanas y yo pasamos años rogando por un perrito. Teníamos un gato, pero no era el más amigable de los animales, era un montón de pelo negro y ojos amarillos y le peor carácter. No toleraba que nadie más que mi hermana mayor lo tocara, a todos los demás nos mantenía a distancia a base de bufidos y arañazos. Teóricamente, debía mantener a raya a los ratones aventureros, pero no recuerdo que alguna vez matara a alguno. Su vida era subir al techo a buscar pelea con cualquier otro gato. Se perdía por días, semanas, y al final, meses. Cuando regresaba, era un amasijo de heridas y rascadas. Se botaba en el patio o en su maceta a recuperar fuerzas algunos días, y volvía a salir.
Tal vez porque el gato era más arisco que la palabra, o tal por todas las historias de mi mamá sobre sus antiguos perros, teníamos la idea de que un cachorro sería más fácil de criar, y más amigable con nosotras, así que queríamos uno. Rogamos por años, no creas que fue fácil. En ese tiempo, no estaba tan en boga la cultura de adoptar una mascota: si querías un cachorro, debías comprarlo.
Buscábamos anuncios cuando llevábamos al gato (a la fuerza) al veterinario, y en los periódicos los fines de semana. No recuerdo exactamente cómo fue que encontramos el último anuncio, aunque estoy casi segura que fue en la veterinaria. Yo tenía 11 años.
Me dirás que esa ya es edad para recordar cosas, pero sabes que mi memoria es rara. Recuerdo datos intrascendentes con facilidad, pero cosas como fechas, calles, o caras de personas se me confunden, así que esto es lo que me viene a la cabeza:
Me veo en el auto de la familia (¿lo recuerdas? Dimos buenos paseos en ese auto), sentada en el asiento de atrás con mis, entonces, dos hermanas menores. Recuerdo a mi papá manejando hacia una plazuela en algún lugar de Sucre, nuestro lugar de nacimiento. Me quedé en el auto, mientras mi papá con una de mis hermanas iba a buscarte. No vi a la familia que dejaste atrás, no puedo decirte nada sobre ellos.
Mi hermana regresó con una bolita de pelos rizados en brazos. Eras un cachorrito hermoso, color café con leche (más leche que café), esponjosito y suave. No parecías asustado, te paseaste por las piernas de todas a tropezones con tus patitas cortas.
Me gustaría tener una foto tuya de ese día, pero las cámaras digitales aún no existían en mi lado del mundo.
Decidir tu nombre fue algo difícil, cuatro niñas tenían ideas distintas sobre cómo llamarte. No recuerdo quién decidió que te llamaras Rulito, aunque debo admitir que te sentaba como un guante, con todo ese pelo rizado que tenías.
Esa noche, lloraste en la cocina en la madrugada. Mi mamá había dicho que probablemente lo harías, como todos los cachorros al darse cuenta que ya no tienen a su propia mamá y hermanos. Mis hermanas menores, de 8 y 6 años entonces, bajaron a consolarte. Yo, que salía dormir como un muerto, te escuché lloriquear entre sueños, pero no me moví. 
Al llegar a casa, le habíamos dicho a mi mamá que eras un regalo retrasado por el día de la madre, así que, teóricamente, eras suyo, aunque todas las niñas sabíamos que eras nuestro. Unos años después, serías solamente mío.

No hay comentarios: